sábado, 22 de septiembre de 2012

Vivir en sepia


Al terminar finalmente con mi simplona historia de amor #4, se instaló aquí, por más tiempo del que debía, una incapacidad para encontrar cualidades en los demás.
Todo me aburría y nada me enamoraba lo suficiente. Ni la música, ni la ropa, ni las tardes, ni las noches, ni la playa, ni el vino, ni mi gato… ni los enemigos.
Con la sensibilidad descompuesta me di a la tarea de hacer lo que quise, sin margen de error, sin riesgo al melodrama, ni a las pérdidas.
En el camino me topé primero con el hombre prototipo de gran partido, ese al que por mutuo acuerdo decidí no conocer mejor. Un buen amante que pasaba ocasionalmente por la cama en la que cada noche soñaba con cualquier cosa, menos con él.
Luego, tenía para mí los recuerdos, reciclados, desgastados de tanto recurrir a ellos. Tenía al amor más clandestino de todos, al que la vida me dejaba tener en dosis mínimas, seguramente previniéndome de un desenlace trágico y doloroso. Finalmente, tenía para mí mis fantasías, unas cuantas cumplidas y otro montón abandonadas. Eso de vez en cuando me hacía sonreir.
El vacío y la frialdad estuvieron por varios años, fue una etapa personal en la que todo guardaba un aparente orden y una aburrición relativamente cómoda.
Por las mañanas tomaba buenas decisiones, la creatividad fluía y la seguridad sobraba. Por las noches, sin embargo, en el único espacio que reservé en mi vida para esa tarea, el amor había perdido mi respeto y se convirtió en ensayo permanente de placeres decorosos. 
Invertí mucho tiempo, suficiente, en las lecciones teóricas y prácticas que me convertirían en una mejor amante. Perdí la costumbre en todo lo demás. 
Luego, alguién llegó, y comenzó a pintar de colores los rincones. Me importaba poco, hasta que sin darme cuenta, un día dejó de ser así.
A veces recuerdo esa época sepia con mucha nostalgia. La vida era perfecta rodeada de secretos, y todo lo demás, en aquellos días, se resolvía con sencillez.

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